Llevo unos días con unos pensamientos en mi cabeza que tenían que ser plasmados sobre el papel. Sí, sigo escribiendo como antiguamente. Llevaba un tiempo sin hacerlo, pero ha llegado el momento de volver a las andadas. Me encuentro en Pokhara, en mis pequeñas “vacaciones”. Quién me diría… estoy de semana de vacaciones durante mi estancia en Nepal. Me lo dicen hace unos años y no me lo creo. En tan sólo un año mi vida ha dado un giro de 360º. Ni yo misma me creo dónde estoy y/o hasta dónde he llegado. Ni a qué se debe todo esto. ¿Destino? ¿Casualidad? ¿Causalidad? ¿Esfuerzo? ¿Locura?
Muchos siguen sin entender todo esto y, a veces, ni yo misma. Sobre todo… ¿de verdad me merezco estar donde estoy? Sí, como lo lees, a veces me entran mis dudas.
No deberían, ¿verdad? Pero ahí están.
Pienso en mi yo de hace un año. Feliz, o eso es lo que yo pensaba. Con un trabajo “estable” y un buen sueldo, rodeada de mis seres queridos. Vamos… dónde “quería” estar o siempre quise estar.
Hasta que un buen día, todo cambió. Volví a escucharme. Volví a parar. Y ahí es dónde todo comenzó.
Y ahora, tras 7 meses, desde aquella decisión, estoy al lado de un lago precioso con vistas a los Himalayas tomándome una cerveza y pensando a quién le debo todo esto.
¿De verdad me merezco tanta belleza?
Mis ojos, a veces, no creen todo o que pasa por delante de ellos. Es demasiada belleza. Gente, cultura, naturaleza… y yo me enamoro a cada paso.
Me enamoro más y más de la vida. De la variedad de culturas. Del mundo. Y cada vez entiendo más aquello de que todos somos iguales. Tan diferentes y tan iguales al mismo tiempo. Por mucha diferencia de cultura, religión, estética que haya. Añoramos todos lo mismo. Tememos lo mismo. Disfrutamos de lo mismo. En rasgos generales, por supuesto.
Nos tomamos una cerveza con el mismo disfrute. Nos damos un paseo con las mismas vistas. Nos abrazamos y hasta lloramos de la misma manera.
En este viaje observo mucho. Bueno, al ser sinceros, siempre he observado mucho. Pero aquí, más. Mucho más. Más intensamente. Observo a la gente pasar. A gente abrazarse. A gente reírse. Y, ¡caramba! … no será que somos tan distintos.
Si nos quitamos nuestras máscaras, nuestras corazas… no nos distinguimos tanto unos de otros. Y eso es brutalmente bello. Entender que todos somos iguales, por muy distintos que aparentemos.
Delante de mis ojos, ahora mismo, tengo un impresionante atardecer. Los colores van cambiando al mismo ritmo que estas palabras van brotando de mi ser. Es un atardecer maravilloso. Bello. Puro. Lleno de luz.
Vuelvo a observar a la gente al pasar por delante de mi. Gente local, gente de fuera. Cada uno con su belleza, con su especial energía. ¿Te has dado cuenta alguna vez de lo preciosa que es la gente? Sus sonrisas… lo que más me cautiva son sus sonrisas. Todas diferentes, todas especiales. Me miran, les miro. Me sonríen, les sonrío. No hay regalo más especial que una sonrisa sincera. Por la calle. De un desconocido. Sólo conectar. Mediante sonrisas, mediante miradas, mediante el alma.
El camarero me acaba de poner una vela delante porque se ha hecho de noche. Simple. Preciosa. Y me sonríe. Y le devuelvo la sonrisa. Y me lleno de paz. De luz. De agradecimiento. De gratitud.
Y me vuelvo a preguntar…
¿A quién le debo todo esto?
¿Al destino?
¿A la casualidad?
¿A la causalidad?
¿A mi propio esfuerzo por reinventarme?
¿O debo seguir pensando que todo esto es una locura?
Pues si lo es…. Es muy bonita.